Principios de Enero, han pasado todas las fiestas. Más o menos las doce de la mañana.
Han pasado más de dos semanas. Y esa curiosa chica no se le va de la cabeza.
Han pasado más de dos semanas. Y esa curiosa chica no se le va de la cabeza.
¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué no deja de pensar en ella si fue una simple mirada? Seguro que él le está dando muchas vueltas y aquella chica ni siquiera se acuerda de lo que hizo ese día.
-Eh, tío, ¿estás bien? –se acerca Alejandro preocupado.
-Si, si… Sólo... Sólo pensaba –contesta, dirigiéndose a su siguiente clase, haciéndole señas a su amigo para que le siga, intentando aparentar lo que quiere: no le pasa nada.
Entran en el aula.
-Señores, ¿necesitan una invitación para entrar a mi clase? O como dicen ustedes, un flyer –dice la profesora, pronunciándolo mal y provocando la risa de más de uno de la clase –porque si es así, avísenme antes y las mando.
-No, no. No se moleste, lo sentimos –se urge él mismo a responder.
-Siéntense.
Lleva media hora de clase y está apoyado en la pared sin más ganas que abrir la puerta y salir corriendo en busca de la joven de rizos castaños, casi rubios, y escapar de allí para refugiarse en sus ojos grises, protegidos por sus largas pestañas.
-Señorito –oye decir a la profesora. Por lo que levanta la vista a ver de quién requiere la atención –si, si. Usted –se ve señalado –por lo que veo, para usted las fórmulas que estoy dando se interpretan como… -la profesora se acerca a su cuaderno, en el que él se da cuenta de que ha dibujado la silueta de la chica, contoneante, sinuosa, esbelta, con un bolígrafo negro –una preciosa joven –termina la profesora -¿su novia?
-No –es lo único que se oye decir.
-Bien, pues igualmente, y si no le importa. Sólo –remarca –si no le importa, copie esto en su cuaderno.
Por fin ha acabado la clase. Ya solo queda una hora para acabar el día.
-Cielo, ¿estás bien? –se acerca Paula.
-Si, si… solo estoy... un poco…
-Distraído –termina su amiga por él.
-Si. Supongo que es eso…
-Uuuuuu. Conozco esa cara… ¡Tu estás pensando en alguien!
-… -no es capaz de responder. Porque en realidad no sabe qué debe decir ahora.
-Venga… dime quien es –ruega su amiga.
-¿Quién?
-Esa chica. Venga ya, que los demás pasa, pero yo no soy tonta y te conozco bastante bien. Cuéntame –le ordena.
Pero él no se siente a gusto. Ni siquiera piensa que haya nada que contar. No pasó nada con aquella chica. Solo se le quedó mirando con curiosidad y él inconscientemente le devolvió la mejor sonrisa que tenía. Aunque, aun así, sentía como si la conociera de mucho antes, como si sus ojos fueran tan transparentes que le mostraran cada vez que se asomara, algo nuevo sobre su vida.
Tic. Tac. Tic. Tac. Tac. Tac. Tac. Siente como si el reloj ralentizara cada vez más. Como si retrocediera solo porque él esperaba que acabe el día, mirándolo insistentemente.
Pese a ser la última clase, y no ser muy pesada, Informática, se siente cansado, aburrido. Como si no hubiese nada en el mundo que pudiera hacer. No sin antes verla de nuevo.
Otra vez ella. ¿No va a poder quitársela de la cabeza nunca más? ¿Y si no la vuelve a ver?
Bueno, ya está bien. Se dice a si mismo. Mientras nota que su móvil vibra. Lo saca del bolsillo disimuladamente y ve un nuevo aviso de su WhatsApp.
Mario. Que si se va con él al Starbucks después de las clases.
Mario. Que si se va con él al Starbucks después de las clases.
Mira a su amigo y le en sus labios un “Venga tío, que es viernes”.
En cuanto vuelve a leer el mensaje del WhatsApp se le iluminan los ojos. Sonríe de una manera exagerada, imposible de esconder. Y es que en realidad no han pasado más de dos semanas, sino justo tres. Justo. Mario le mira extrañado. Es el mismo plan de los últimos viernes, y nunca había mostrado tal felicidad ante la propuesta. Algo estaba pasando, y él iba a averiguarlo.
Por fin el timbre de salida suena, indicando el final de la jornada escolar para los de secundaria y bachillerato.
Mario y su amigo caminan rápido entre sus compañeros, para no tener que esperar cola más tarde. Ninguno se despide de ningún amigo, ya que al día siguiente por la tarde se verán a la hora de siempre, en el sitio de siempre.
Salen rápido, y se dirigen a la parada de la primera ruta, que les llevará a casa de Mario. Allí comerán, se cambiarán y se irán al centro comercial de siempre. A hacer lo mismo de siempre. Solo que esta vez, por alguna desconocida razón, a él parece interesarle mucho más el plan.
Dan las cinco y media cuando salen de la casa del joven y se dirigen al Metro. Lo bueno de Madrid es que llegas de una punta a otra en unos minutos.
Destino Sol. Como cada viernes, los chicos ensayan su número de Tectonik en el vagón. Atrayendo miradas y sonrisas de interés, mas por los bailarines que por el propio espectáculo. Pero ellos siguen bailando. Con gracia, divertidos y sin pudor alguno.
Después de varias paradas y sin tener que hacer trasbordo, los dos amigos se bajan del vagón y se dirigen, un viernes más, al Starbucks de aquella esquina. Cada uno con una esperanza, con una chispa de alegría y con una razón distinta para sonreír.
Él no ha dejado en pensar algo con lo que poder acercarse si vuelve a verla. Cualquier excusa, algo que decir, algo que se caiga, algo que la llame la atención y se de cuenta de que es él, el chico de hace tres semanas. Empieza a imaginarse hablando con ella, pidiéndole quedar un día. Y sin casi darse cuenta, se oye decir todo eso en alto. Mario le mira como si fuera un extraterrestre. Acerca su mano a su frente para hacer la típica broma de la fiebre, sonríe. Y él, que normalmente le suele molestar que le hagan eso, no lo impide. Solo piensa en la posibilidad, aunque sea más que pequeña, de ver a la joven de los ojos de humo.
A unos cuantos kilómetros del centro de la ciudad, comienza a llover. Ella, que no ha cogido ni paraguas, ni abrigo siquiera porque hacía sol cuando salió, corre a refugiarse al darse cuenta de que su liso pelo se empieza a encrespar y que sus Oxford se están mojando, cosas que no le hacen ninguna gracia.
Algo sobresale de su bolso. Algo pesado, pero frágil. Bastante usado por lo que parece. Ella no se da cuenta y sigue trotando, cuyo fin de carrera se encuentra debajo de la parada del autobús.
En ese mismo sitio de la ciudad, un libro cae abierto a la calzada, empapándose, borrándose toda esa historia que se traen Elisabeth Bennet y el señor Darcy. De unas páginas que han sido leídas por la misma persona veintiuna veces, contadas.